Memorias del Ascensor

almudena anés
20 min readNov 22, 2024

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Photo by Trae Gould on Unsplash

PRIMERA PARTE

Algunas personas lo hacen todo deprisa, pero nunca tienen tiempo para nada.

Paul B. Preciado

Humor; dicen, es tragedia más tiempo.

Antonio J. Rodríguez

El ventanuco azul daba su claridad al exterior mientras, dentro, a oscuras, intentábamos encontrar el camino de regreso titilando entre los espejos. Fuera, el gran exterior, rezumaba su olor a domingo por la tarde y a libertad. Familias paseando por el parque, jóvenes enamorados en bares, perros tomando el sol. Cualquier realidad ajena, aunque fuera burguesa, era mejor que observarse madurar podridamente en los reflejos de las puertas del ascensor.

¿Cuánto tiempo se habría perdido entre las subidas y bajadas de turistas y viajantes que todos los días poblaban mi triste ascensor? Muchos años de mi vida. Había escrito libros enteros, novelas y poemas, obras de teatro, monólogos, el guión de un videojuego incluso, ficciones anodinas, malas, todo hay que decir, sobre una vida al margen, fuera, de nuevo, de aquellos aceros marca Thyssen, del terrible ascensor, del museo del turismo, del arte contemporáneo más comercial, de la nada y de la oscuridad. Porque el ascensor simbolizaba una cárcel y una madriguera, un cobijo económico, mi trabajo de tantos años, subir, bajar, pulsar botones, oler a personas diariamente. Representaba un núcleo de dudas, el acomodamiento, el por fin ver a oscuras con los ojos abiertos.

Pero, ver, ver, nunca se veía nada, excepto una sombra parecida a mí en el espejo frontal de aquel ascensor tan grande en el que cabían tantas personas al día, todas ávidas de cultura y educación. Había escrito tanto ahí dentro que parecía ser mi casa en esencia, la naturaleza del caracol y de la tortuga, había escrito miles de páginas, todas deshonestas, manchadas de sudor, de pobreza. En realidad, no había escrito nada, nada bueno. Y el ascensor subía y bajaba todos los días a todas horas y yo observaba a mi doble en el espejo, juzgándome, jamás sabes qué hacer, estás perdida.

Había estudiado mucho, tanto como había escrito, de poco me había valido. Becas, proyectos, éxitos académicos… El título universitario se reía de mí en el ascensor. Yo escuchaba las risas, la burla infinita. Había trabajado muchísimo, oh cielos, solamente mis padres sabrán cuánto tiempo he invertido estudiando aquellos libros de horas. Y el ascensor me consolaba. No llores más, amor, al menos llegas a final de mes con el sueldo que te doy.

Oposiciones, dinero, todo sonaba igual, repetitivo, una victimización. Tú has elegido esta vida, deja de sufrir, acéptala. Pero vivir y subir y bajar no fueron jamás los mismos verbos. Siempre quise hacer algo sincero con mi vida, redirigir mis esfuerzos narrativos, no hacia un superego, qué horror, sino hacia vivir, vivir con mayúsculas, VIVIR.

Desear que la vida, esta vida tan corta y extraña, tuviera algún tipo de sentido.

Franz Kafka fue, sin duda, quien descubrió la inutilidad del trabajo. La gata, mía por burocracia más que por derecho real, ronroneaba a mi lado aquella tarde de uno de los pocos domingos libres que tenía al mes mientras releía los diarios íntimos del célebre escritor. En ellos, a pie de página o a las márgenes, lugares a los que también había habituado mi vida, el escritor había dibujado pequeños monigotes ansiosos y deprimidos a partes iguales que trabajaban sin descanso sobre escritorios cubiertos de infinitos papeles. Kafka, durante años, tuvo pesadillas con el trabajo aburridísimo que desempeñaba todos los días como burócrata. Pensaba en suicidarse a diario si no encontraba pronto una solución.

Evidentemente, en mi caso participar, jamás llegué a pensar una solución parecida, aunque siempre he creído en la dignidad de la muerte elegida sobre todas las demás ideas. Leer largas tardes mientras la gata me acompañaba era un buen plan, un pequeño espacio para mí. A veces aprovechaba para estudiar nuevos cursos que prolongaban mi currículum hacia una lista interminable que nadie valoraba, que me sobrecualificaba y frustraba y que me convertía todavía más en alguien repelente. Era un fracaso de nuestro sistema académico dirigido a la empleabilidad. Había vivido en Londres y en Venecia, había trabajado escribiendo, había sido buena, o eso creía. Pero todos esos años de experiencia laboral se reducían a las puertas del ascensor tras cerrarse.

A mis treinta años me encontraba en un momento vital inestable y críptico, en una pausa que no había querido. Tras el lanzamiento de la bomba mundial, el paisaje se quedaba blanco brillante como la nieve, en una pantalla continuada de atrapamiento y cerrazón hasta la que la masacre se manifestaba. Mi estado podía explicarse con aquella visión. Muchas veces, sin embargo, me preguntaba de qué me quejaba tanto. Tenía mi propio piso, gracias a la herencia temprana de mi padre tras un cáncer demoledor, y mis necesidades básicas cubiertas. La gata me hacía compañía y muchas tardes, cuando podía más bien, aprovechaba para merendar sándwiches en el Rodilla con mi madre. Era nuestra pequeña tradición y una manera de que la mujer me contara si estaba bien o no. Iba a pilates y a yoga y se había vuelto a obsesionar, extrañamente, con Lady Di, a quien admiraba desde su juventud. A cambio, mi madre me decía que escribir en primera persona era un signo de sufrimiento y me preguntaba abiertamente si tenía pensamientos suicidas. La verdad es que agradecí siempre que tuviéramos esa confianza tan cercana.

Mientras devoraba mi sándwich de ahumados, le decía tranquilamente que no. Y me encogía de hombros porque mucho más después de eso no se podía decir. Sí había fantaseado muchas veces con tener el famoso accidente in itinere, que no es otra cosa que la pesadilla número uno de las personas que trabajan en Prevención de Riesgos Laborales. Soñaba desde el ascensor con que un repartidor de Uber sobre patinete eléctrico me atropellara descuidadamente en algún paso de cebra antes de empezar mi turno en el museo. Una pierna rota hubiera sido suficiente para hacerme feliz y sacarme de mi bomba atómica particular. Pero jamás tuve esa suerte.

Cuando compartía a veces estos pensamientos con mis amigos, estos me miraban con tanta lástima que entonces entendía hasta qué punto de profundo era el agujero en que me había metido. Pero, al igual que he hecho en otras ocasiones a lo largo de mi vida, me encogía de hombros y seguía como si nada. La gata, desde el otro lado de la cama, mientras Kafka ahogaba a uno de sus dibujitos oscuros en la ansiedad, me mordisqueaba los dedos de los pies.

Acepté el trabajo de ascensorista porque necesitaba dinero y un empleo alejado de la literatura. Necesitaba una rutina, un cuerpo al margen de escribir, escribir y escribir. Y lo cierto es que al principio funcionó. Trabajaba mis horas y después regresaba a casa para escribir páginas enteras. Todo iba bien, hasta que rechacé una sustancial beca para un proyecto de novela en Acapulco. Me parecía una farsa y dije que no. Ni siquiera me lo planteé seriamente. De un día para otro, en realidad, meses, el ascensor había pasado a convertirse en un todo, en un ancla de una vida real que durante muchos años había dedicado a la imaginación. La sensación de estar presente era tan dolorosa y auténtica que ya no quería experimentar nada más.

También ayudó la existencia de Julia, una mujer rara, tan sensible como despiadada, que se convertiría en mi jefa muy pronto. Era una Lady Macbeth contemporánea, pelirroja, altiva e inteligente. Fría, de bella insolencia, empezó trabajando en la empresa como coordinadora de proyectos culturales y sociales hasta muy pronto ascender al puesto de líder/jefa territorial y, a los meses, finalmente, a reina suprema corporativa. Hacía viajes por todo el país, entre las diferentes sedes, pero solía recalar a menudo en mi nave espacial, en el museo turístico de casi diez plantas, el parque de atracciones, Madridlandia y Jurassic Park. Porque el museo no era un museo en sí, era un espacio recreativo, un centro comercial, un lugar de cultura, una catedral, era todo y, a la vez, un enorme proyecto sobre la nada. Pura vacuidad. Pero para la empresa eran ingresos fijos muy altos. Con una plantilla conformada por más de ciento cincuenta personas entre atención al público, seguridad, limpieza y salas, el museo, y el ascensor para mí, eran las joyas reinantes en la política económica expansiva, devoradora y capitalista de la empresa y, por ende, de Julia.

Nos conocimos una noche de inauguración. Había escuchado habladurías de ella, una vampira, una zorra, una víbora. Descripciones poco feministas entre la animalización y la monstruosidad. Estaba en el ascensor, subiendo y bajando a personas cuyas vidas eran mucho más importantes que la mía, gente ebria, con olor a dinero y poco interés en la nueva exposición de surrealismo que anunciaba el museo. En una de las idas y venidas, vislumbré en el suelo, temblando, a una pequeña mariquita roja chillón que luchaba con todas sus fuerzas por elevar el vuelo y salir huyendo de aquella extravagancia metálica que me proporcionaba mi sueldo. Marqué el botón y el ascensor subió veloz hasta la última planta del edificio imperial, que daba a una terraza al aire lujosa, la corona del mal. Mientras, camareros cocainómanos desfilaban veloces entre el público para servir el cóctel de bienvenida. Me esquivaban como podían y, más de uno, me invitó a una copa, o una raya, según me apeteciera. Aunque eran ofertas tentadoras, mi objetivo se centraba en la pobre mariquita, escondida entre mis dedos, todavía dilucidando si de verdad quería ayudarla o solo prolongar su sufrimiento. Una vez arriba, a cielo abierto, fue abrir la palma de la mano y la mariquita despegó rauda sin mirar atrás, consciente de los peligros mortales que acababa de esquivar.

Aproveché para fumar tranquila en una zona apartada una vez cumplida mi misión. Atardecía, era un espectáculo tan hermoso que dolía perderse aquellas imágenes estando inmersa en las dinámicas del ascensor. Entonces, apareció Lady Macbeth.

¿Liberar a una mariquita te parece motivo suficiente para abandonar tu puesto de trabajo?

Su voz era áspera, profunda y militar. Me giré despacio y solté el humo con parsimonia. En verdad, el mundo me parecía ridículo y, aún más, las reglas que lo regían. La miré fijamente y algún rasgo en mi mirada sembró en su rostro un ápice de duda, un instante brevísimo pero real. Todavía no sabía quién era ella, aunque podía figurarme. Me disculpé, apagué el cigarrillo en una maceta muerta y regresé a mi ascensor por el mismo camino que había hecho apenas diez minutos antes. Si ella esperaba haber causado pavor en mí, desgraciadamente la había decepcionado. Y no sería la última vez.

Aquella noche la vi un par de veces más, hablando siempre con gente importante, haciendo el famoso networking, tejiendo redes de araña. No volvió a dirigirse específicamente a mí, aunque sí me di cuenta de que me observaba cuando se quedaba a solas y las puertas del ascensor se abrían, intercambiando miradas de cautela, observación y genuino interés.

Pasaron los meses y su presencia en el museo se acentuaba. Siempre podría haber tomado el ascensor interno, el que solamente estaba permitido al personal cualificado de la institución, a los emperadores y reinas del museo. Pero, por alguna razón que no comprendí hasta después, ella prefería subir a la planta de despachos en el ascensor principal, a veces mezclada incluso con otros visitantes. Algunos días me preguntaba aspectos personales de mi vida, ya sabía mi nombre porque lo había buscado en los archivos de Recursos Humanos. Otros, apenas me saludaba y el silencio se establecía entre nosotras.

Era una mujer con cuarenta y cinco años bien llevados, un tinte de pelo natural, se notaba que iba a menudo a la peluquería. Intuí que en su momento su melena pelirroja habría despertado muchas pasiones, pero que la nevada de las canas había coartado ese despertar del deseo en los otros. Era pulcra, hermosa y ambiciosa. Utilizaba un vestuario minimalista, sin grandes excesos, con tonos oscuros, rojos y verdes que realzaban sus ojos de serpiente. Tenía ápices de maldad de personaje de libro, estereotipada y atentamente construida, una mujer que se hacía mayor y que había necesitado reinventarse para seguir sobreviviendo entre el techo de cristal, un aborto no deseado y un divorcio descorazonador, exactamente todo en ese orden.

Tendemos a criticar a las personas en situación de poder por envidias, recelos y clase social, pero principalmente porque desearíamos estar en el lugar del otro. Desearíamos ser poderosas. Y, por descontado, no criticamos igual a los hombres que a las mujeres. Hay cierta presunción social del éxito de los hombres, está en su naturaleza, dicen. Si son lobos, está en su genética. Sin embargo, para las mujeres, siempre hay otro tono despectivo, una crítica velada, esa zorra, esa víbora, esa perra, la animalización de aquella que no es otra que la misma que nosotras pero que ha decidido morder. Y como decía el maestro Josep Pla, muchos opinan, pero muy pocos describen.

Estos pensamientos los desarrollé después, a medida que nos íbamos conociendo. Aquellas conversaciones de minutos robados en el ascensor. ¿Por qué esta cordialidad? No comprendía sus intenciones. Y un día, al final del turno, antes de que pudiera entender la situación en su conjunto, nos descubrimos en un beso corto, sorprendente en su pasión. Y, a partir de ahí, los acontecimientos se sucedieron en el tiempo a tal velocidad que ya no me dio tiempo a desconectarme y a regresar sin emociones al ascensor.

Su vergüenza de señora enredada con otra mujer mucho más joven que ella me desconcertaba. Su dolor era mío, se contagiaba. Además, la diferencia y el abuso de poder. Ni ella misma se comprendía, pero se mortificaba por sentir. Y al mismo tiempo no podía separarse de la cimentación extraña pero dulce que habíamos creado como amantes. Mi sexualidad jamás había sido un problema para mí, entendía que algunas veces las cosas pasaban y, otras, que no. Si ya habíamos sucedido, ¿por qué darle más vueltas? Si simplemente éramos dos personas solas que se habían encontrado.

El ascensor era una caja de recuerdos, una tormenta y un dolor de encías. Los días pasaban raudos e infelices dentro de la inmovilidad de cierta edad madura y las ilusiones perdidas. ¿Por qué ya no tenía fe en la escritura si había pasado tantos años viviendo en torno a ella? ¿Era acaso el ascensor una solución? Al mismo tiempo, observaba con incredulidad infantil la sucesión de catástrofes de nuestro tiempo. Julia, impasible, asistía sin emoción al desmoronamiento de las democracias en pro de regímenes ultraderechistas que, de haber tenido hijos y estos, nietos, seguramente habrían vivido este descenso a los infiernos. Pero a ella todo le daba igual excepto su propia percepción de sí misma, o la imagen que podía ofrecer a los demás, miradas indulgentes. Después de un año embarcadas en aquella relación de amantes, en la que pasábamos noches en mi casa, que se repetían con asiduidad, pero jamás en la suya, en su territorio. Jamás cenábamos juntas, jamás íbamos al cine. Jamás de los jamases. Éramos algo así como una excepción a la regla y un cliché andante y cultural sobre relaciones de mujeres con otras mujeres con diferencia de edad y vínculo laboral. Nuestros espacios se reducían a mi cuarto pequeñísimo en aquella ciudad caníbal y al ascensor en el museo, que ella utilizaba con frecuencia para subir a sus reuniones de gente importante, mirando su teléfono móvil de última generación y, esta vez sí, sin dirigirme la palabra. Jamás desempeñé tan bien mi trabajo cuando era ella la persona a la que transportaba.

Tampoco comprendía cómo me había metido en un hoyo así. No quería nombrar así a nuestra relación, me parecía cruel. Pero tenía sentimientos fuertemente encontrados en mi interior sobre Julia. No me gustaba en el trabajo, su forma de exigir, como una dictadora. Y, después, una vez fuera de toda esfera pública, ansiaba los encuentros. Aunque fueran una cama, una bombilla, algunos libros y nuestros cuerpos, aquellas noches simbolizaban para mí la intimidad. Y, aunque ella lo negara, sabía que ella sentía lo mismo. Nunca me trataba mal, solo con distancia. Y tiendo a pensar, con la perspectiva del tiempo pasado, que sí me quería. Pero aquella tensión sexual, sí se puede simplificar de un modo tan pobre, no tenía ningún futuro si ella no estaba dispuesta a cambiar su modo de vida, a arriesgarse por algo más que una burocratización de los sentimientos. Discernir entre mis propias emociones siempre ha sido un tema muy complicado. Quizás, por eso, era más fácil seguir la corriente de sus contradicciones que centrarme en las mías. Quizás, a la par, era también mucho más sencillo disfrutar de la compañía de alguien, siendo incluso mi superior, a la triste perspectiva de la gata y las lecturas que ya no me confiaban ningún nuevo secreto.

¿De qué quejarse? Odio a las personas quejosas, no comparto las sentencias de la depresión ni de la ansiedad, pero sé que vivo en la época más oscura de mi tiempo y que estos desórdenes de la mente están a la orden del día. El ascensor, sí, vaya trabajo, pero era mi ancla a la vida, a la rutina, a querer levantarme. Pero también representaba mi estancamiento y mis miedos a querer alcanzar algo para mí, algo de verdad. Porque vivir, madre mía, qué gran palabra eso de VIVIR. Si alguien sabe vivir de verdad, por favor, que me lo diga. A mí y al resto de la población.

La mañana en que se suicidó el jefe de provincias de todos los museos de la capital, amanecí entre los brazos de Julia. Era poco habitual que se quedara a dormir, pero a veces lo hacía. A la gata no le agradaba su presencia, pero con el paso del tiempo había logrado acostumbrarse a la situación. Eso sí, la gata me juzgaba con la mirada en cuanto podía. Me desperté con el sonido de la lluvia y un ligero dolor de cabeza. Julia había traído vino. Ella todavía dormía cuando entré en el baño para darme una ducha. Después, preparé un desayuno breve, algunas mandarinas, tostadas y huevos revueltos. Y fumé con placer mientras desayunaba y la tormenta se gestaba en el exterior.

¿Por qué dejaste de escribir?

Julia apareció silenciosa en el salón, con uno de mis batines y el pelo revuelto. Ya llevaba el teléfono móvil en la mano, pero lo abandonó enseguida sobre la encimera para centrarse en la estantería donde guardaba un par de libros míos y algunos viejos manuscritos. Me encogí de hombros ante su pregunta.

Eres buena escritora, no deberías abandonar, no por un trabajo de ascensorista. Debería despedirte para que volvieras a centrarte en la escritura.

¿Me has leído?

Reí y pregunté al mismo tiempo, sorprendida con su cinismo habitual, con el tono divertido que le daba a las situaciones oscuras. ¿Cómo podía caber tanta ternura y desprecio en la misma persona?

Te leo cada vez que estoy contigo.

Y sonrió ampliamente mientras daba un bocado a una de las tostadas. Me acarició levemente la mejilla en un momento de vulnerabilidad. Y recuperó después su teléfono móvil, como si aquel gesto hubiera sido un espejismo.

Arriésgate a estar conmigo, quería decirle a veces. A mí no me importa la edad, ni tu pasado, arriésgate a que la vida sea algo más que esto. Entonces el ascensor regresaba a mi memoria, como la alarma para empezar mi jornada laboral. Cogía metros como serpientes suburbanas y autobuses lluviosos hasta que la megaestructura de cristal, aluminio y hierro me recibió en el control de entrada de personal. Bocinas y llamados de seguridad, tarjetas acreditativas, falta de imaginación y días de marmota. El ascensor se abría como un abrazo, un viejo amigo. El ascensor sí que sabía leerme.

Hay un cuadro muy hermoso de Kay Sage en el que unas escaleras al cielo se abren desde un domicilio particular donde una mujer vestida con una túnica blanca sube siniestramente a lo desconocido. En tonos azules y rojos, la mujer, cuyo rostro nos es ocultado, asciende por esas extrañas escaleras metálicas a una realidad mejor. Cuando el jefe del museo subió al ascensor, no le reconocí. Me pidió ir hasta la última planta, que estaba abierta entre diario para el público general. Apenas le miré como no miraba nunca a casi nadie, mantenía la vista en un frente blanco eclipsado por la luz de las bombillas. Llegamos a la terraza y me dio las gracias y una propina de cincuenta euros que me sorprendió. Miré su mano y el dinero, reconocí aquel reloj carísimo y su anillo de fundador. Me sonrió y se fue. El ascensor bajó y le perdí la pista. Entonces un corte eléctrico paró todo el sistema y nos dejó al ascensor y a mí a oscuras. Lo siguiente lo recordaré siempre vagamente pero, en realidad, es el comienzo de esta historia. Todo lo demás es contexto.

Fuera se escuchaba la lluvia sin cesar, furiosa, y algunos relámpagos estallaban contra el edificio. Me pregunté por qué el hombre habría querido subir hasta la terraza en un día tan aciago. Mirando fijamente el espejo del ascensor, descubrí una luz fina y cálida detrás de una de las esquinas superiores. El espejo estaba formado por láminas yuxtapuestas y, en una, faltaba una pequeña esquina por la que emanaba luz. Jamás me había fijado en aquel halo. Me acerqué y golpeé el espejo. Hueco. Volví a golpear y un sonido rítmico me fue devuelto, como un grito en la montaña o una gota en el océano. Tiré de la esquina descubierta y me sorprendió encontrar vacío detrás, donde mis dedos acariciaban una suave corriente de aire en movimiento. Tiré entonces de la lámina hasta que se desprendió. Y un nuevo mundo de formas se abrió ante mí. Un decorado, un escenario de ficción, atrezzo y broma. Había un pasillo largo y oscuro del que colgaban bombillas del techo, pladures y trozos de madera. Telas, restos, basura. Fui avanzando, descubriendo el entorno, intentando dilucidar como un espacio cerrado, físicamente, podía dar lugar a un espacio abierto. Había atravesado el espejo.

Encontré unas escaleras de tramoyista al final del pasillo que llevaban a un piso superior. Se abrieron nuevos pasillos acristalados con grietas que dejaban ver a los visitantes recorriendo el museo sin saberse vigilados. ¿Qué clase demencial de museo tenía semejante instalación de huesos? Podía observar como una guardiana sin que nadie se diera cuenta. Seguí avanzando sin entender dónde me encontraba hasta llegar a la terraza, que habían cerrado al público por motivos de seguridad, tal era la magnitud de la tormenta en esos momentos.

Cobijada en aquellos extraños pasillos invisibles, contemplé aquellos rayos rompiendo el cielo en dos y al jefe de provincias, empapado por la lluvia, observar el horizonte con los ojos vacíos. Se quitó la elegante gabardina y se remangó la camisa. Cada vez llovía más, era devastador. Y no había puerta al final de aquel túnel de cristal para evitar lo que sucedería. El hombre se subió a la balaustrada, se santiguó y se arrojó al vacío como un ángel de las Torres Gemelas.

Matrix y electricidad.

SEGUNDA PARTE

Es aberrante que la pasión no esté de moda.

Ariana Harwicz

Si es que vivir tan poco, ¿de qué sirve saber tanto?

Sor Juana Inés de la Cruz

No quiero morir sola y que no se me encuentre hasta que mis huesos estén magros y el alquiler vencido.

Sarah Kane

Rehice corriendo el camino oculto hasta regresar al ascensor. Cubrí el hueco del espejo y me quedé esperando en la oscuridad a medida que se iban escuchando gritos de socorro. El ascensor continuaba parado, sin corriente. Estaba empapada de sudor. No podía dejar de temblar. La policía me preguntaría después por qué no me fije en el jefe de provincias, en aquel hombre tan importante, precipitarse a su destrucción. Yo les contestaría que mi trabajo no era inmiscuirme en la vida privada de la gente.

Estaba en llamas cuando me acosté tras aquel largo día. La policía había interrogado a todo el personal del museo, una plantilla ingente y deprimida. Si hasta el jefazo se suicida, ¿qué será de nosotros? Se habían cebado sobre todo conmigo. Habían juzgado, en resumidas cuentas, mi humanidad, mi empatía y mi buen juicio. Lo doloroso es que no podían acusarme de decisiones ajenas.

Hice videollamada con mis amigos, los de siempre, igual de tristes que yo. Uri vivía en Rionegro y una inundación había arrasado la escuela infantil en la que enseñaba. Todos los libros a la basura, dijo apenado. Charlie, que siempre había sido la más inteligente y bondadosa, trabajaba en Londres como agente de seguros y odiaba su trabajo. ¿Creéis que tenemos alma? A veces preguntaba ya muy borracha, acostumbrada a encarrilar el paso de los días a base de botellas de vino blanco como biberones narcotizantes industriales. Creo que las próximas generaciones no nos podrán perdonar lo que hicimos con el planeta, añadió Manel, que vivía todavía en España, como yo, pero en el fin del mundo, en Finisterre, literalmente, abandonando toda vida social como ermitaño político que había decidido ser. Eran mis amigos desde la infancia, mucho talento y fe puestos en aquellos años que habían quedado en cuatro personas conectadas a través de una pantalla.

¿Por qué la gente no es feliz? ¿Creéis que nos hemos olvidado cómo sentir? Pregunté abotargada por los efectos del porro que me estaba fumando. Tú sí, dijo rápido Charlie, arrastrando ya un poco las palabras. No hay quien te reconozca. Dejar de escribir te está convirtiendo en una pasa arrugada. Me reí, como los demás, y pensé en el falso fondo de realidad que había descubierto en el museo, aquel esqueleto mirón. Me acordé del jefe de provincias, de su rezo antes del salto, inventé su cuerpo estrellado en el asfalto, un desastre, des-astrado literalmente, en modo etimológico, perdido de las estrellas, abandonado por el cielo.

La imagen mental me revolvió y corté la llamada con rapidez de la manera más educada posible. Creo me está dando un amarillo, dije, colgando y acudiendo a la llamada del baño y del vómito escarlatino de los sueños. Desperté tirada en la bañera y, como pude, me duché para aliviar los malos olores y me encerré entre mis sábanas helada de frío. La gata, impasible, se acurrucó a mis pies.

Los días sucedían, como los viajes en ascensor, sin nuevas oportunidades de indagar en los fondos del museo. El halo, el hueco, me obsesionaba. Julia había intentado llamarme en varias ocasiones, con cierta insistencia que me sorprendió, pero no la respondí. No hubiera encontrado palabras suficientes para expresar cómo me sentía. No sufría, ni estaba avergonzada por mi comportamiento, ¿podría haber salvado a aquel hombre? Me debatía entre si suicidio y eutanasia podían ser la misma acción, con diferente terminología. ¿Verdaderamente estaba deprimida como algunos de mis amigos urbanos habían sugerido? Tampoco lo creía, porque mis días continuaban en la tensa cuerda de la normalidad. ¿Era todo un gran estado de pausa? Quizás. Había decidido no escribir y, desde entonces, el mundo había dejado de girar, o giraba demasiado deprisa, como un torrente o una peonza. Pero mi modo de entender la vida se reducía ahora en subir y bajar a través de un desplazamiento vertical lento pero infalible. ¿Cuándo volvería a caer otra bomba atómica para transformar mi paisaje en blanco en una honda negrura de la que surgiera una criatura pantanosa que me hiciera revivir? Quería sentir tanto terror como pudiera, un hálito de vida.

La empresa convocó una reunión para evaluar los daños psicológicos del personal. En una espaciosa sala de reuniones de hotel, sobre un pórtico elevado con una mesa y copas de fino cristal de Bohemia, se presentaron los líderes mundiales de la cultura, ellos se creerían, jefes, directores, coordinadores, fundamentalmente hombres y una mujer, Julia, brillante y desapasionada, implacable y profesional.

Fue la primera en hablar, envuelta en aquel vestido negro azabache de corte recto con americana de satén. Con una luz cenital despiadada, se le notaban más los años que ante la cálida bombilla del flexo de mi habitación.

Querida familia empresarial, nos reunimos hoy para recordar a un muy querido compañero tristemente fallecido en terribles circunstancias, al Don de los Dones, Señor y Don Juan de nuestra cultura.

(En primer lugar, no sabía que había asistido a una misa de difuntos encubierta y, dos, éramos una subcontrata que trabajaba para el museo en servicios externos. No éramos ni una familia ni, desde luego, por el sueldo desorbitado que ganaba el jefe de provincias, mucho menos compañeros. Otro punto importante es que se había suicidado. Dicho así, parecía que lo habían asesinado, lo cual hubiera sido mucho más interesante dentro de la trama que desempeñábamos).

A pesar de las tristes circunstancias, continuó Julia, ya no como mi Julia, si la había, sino en su papel animalado y descarnado de jefa y coordinadora territorial. A pesar de las tristes circunstancias, carraspeó, os hemos reunido para apoyaros psicológicamente en todo el proceso de luto y superación de una experiencia tan traumática como es esta. Sé que había gente que tenía relación con el fallecido y aprovecho este momento para daros el pésame y acompañaros en el sentimiento. Para el resto, conocéis nuestros recursos para poder afrontar esta realidad y salir hacia delante con la cabeza alta.

(Podía mirarla fijamente y no reconocerla, ni sus palabras, ni su voz, ni sus gestos. Era un fenómeno de extrañamiento. No era ella. No podía ser ella. No quería que fuese ella. Y el discurso, tan manido, escrito con una inteligencia artificial, falso, insulso. Y Julia no podía ser tan vacía, ojalá que no fuese así).

Terminó su intervención con tímidos aplausos sin poder devolverme la mirada. ¿Estaba avergonzada? Fue entonces cuando acudió el grito. Todas las cabezas se giraron al unísono. Una mujer, embarazada, me sonaba vagamente del museo, roja de ira, que señalaba directamente a Julia.

Cerda, tú me despediste por quedarme embarazada de ese cabrón (macho de la cabra) y ahora te llenas de palabras. ¡Eres una víbora!

Vaya giro de los acontecimientos. Plot twist desalentador. Entonces sí pudo Julia mirarme a la cara, toda vergüenza, pillada in fraganti.

Oh terrible teatro del mundo, pura hipocresía.

No continuará :)

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Written by almudena anés

Almudena Anés es una gestora y productora cultural española especializada en arte, videojuegos e identidad.

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