El cementerio ambulante
Alicia llevaba la urna pegada al pecho, como si sostenerla con fuerza pudiera evitar que las cenizas de su madre escaparan antes de tiempo. El viento había silbado durante días a su alrededor, pero ella seguía caminando, incansable. Sabía que estaba cerca. Llevaba semanas persiguiendo esa sombra que flotaba en el horizonte, el cementerio errante, una roca suspendida en el aire que vagaba por el mundo, impulsada por los vientos.
Le habían contado de ese lugar cuando era niña, como una historia lejana, un susurro entre los viejos. Decían que era un pedazo de piedra que nunca tocaba el suelo, un lugar para las personas que no podían, o no querían, descansar en la tierra. Pero su madre lo había creído, y en sus últimos días, con la voz quebrada y las manos temblorosas, le pidió que la llevara allí, a ese cementerio que viajaba por los cielos.
Ahora lo veía. Estaba allí, flotando sobre el horizonte, casi como una aparición. Una enorme roca oscura, pesada y majestuosa, que desafiaba el tiempo y el espacio. Llevaba siglos moviéndose. Alicia se detuvo y lo observó en silencio. El viento soplaba más fuerte, como si quisiera guiarla hacia la piedra, como si la roca la hubiera estado esperando todo ese tiempo. Siempre moviéndose, siempre escapando.
Había algo solemne en esa mole de piedra suspendida en el aire, en las lápidas que asomaban desde su superficie, algunas rotas, otras cubiertas por el musgo. Los nombres grabados en ellas ya no eran legibles, como si el viento y el tiempo hubieran borrado los rastros de las vidas que alguna vez habitaron esos cuerpos. Allí estaban todos los que no querían quedarse, todos los que buscaban algo más allá del descanso.
Alicia sintió un nudo en la garganta. ¿Había hecho lo correcto?. Durante todo ese viaje, se había preguntado si llevar las cenizas de su madre hasta un cementerio que flotaba por el aire, que nunca se quedaba quieto, era realmente lo que ella quería. Pero ya no podía detenerse. El viento había empujado sus pasos hasta allí, y ahora, frente a esa roca inmensa, sentía que el momento había llegado.
Con el corazón helada, abrió la urna. Las cenizas volaron suavemente, como si el viento supiera qué hacer con ellas. Se elevaron despacio, primero girando a su alrededor, y luego dirigiéndose hacia la roca, fundiéndose con ella, posándose sobre las lápidas sin un sonido, sin una despedida. Su madre, ahora, era parte del viento, de esa piedra errante que seguía su curso por el cielo.
Alicia se quedó inmóvil, viendo cómo el cementerio se alejaba lentamente, alzándose hacia las nubes, volviendo a su viaje eterno. La roca se hacía cada vez más pequeña, pero ella no apartaba la vista. Sabía que su madre no había querido descanso; no quería tierra, no quería raíces. Quería moverse, como el viento. Y ahora lo hacía, libre al fin.
El viento sopló con suavidad sobre su rostro, y Alicia sintió una calma inesperada. El cementerio flotante ya era solo un punto lejano en el horizonte, pero su presencia seguía allí, como un silencio acordado. Sabía que no volvería a verlo, pero algo en su interior se acomodaba. Su madre estaba en el aire ahora, y el viento, de alguna manera, siempre la encontraría. Ella siempre había querido volar.